Atlantic City. Louis Malle, 1980. Vivir en el ayer. |
A veces cuestiono sin cesar la existencia del presente.
Regodearse de
las heridas del pasado, es el más satisfactorio y doloroso de los placeres. Es
decir, ¿quién no se ha debatido entre irresolubles problemas ideológicos,
morales, estéticos y sentimentales, y se ha abandonado sin medida al insomnio y
las lágrimas, sin deleitarse del frenesí de la autodestrucción? Suena
paranoicodelirante, quizás un tanto oscuro; pero martirizarse sentimentalmente
atribuye, de cierta manera, una cura en tiempos de cólera.
Entregarse a
todos los excesos afrodisiacos y extenuantes de los tormentos y las
contradicciones ideológicas es, ineludiblemente, un placer culposo.
Allí estamos,
en el aclamado presente, escenificando estrictamente lo que fuimos; cada
detalle, cada sueño incumplido, cada “no debí” y “que hubiese sido de”. Somos
unas víctimas. La naturaleza del espíritu humano es resguardarse en la
compasión ajena, es sucumbir ante una estrategia de lamentos falaces. ¿Para
qué? ¿Realmente posicionar a la vida como un atacante irreductible, que
desploma, fragmenta, acosa y repudia lo que fuimos, nos lleve al camino del
dominio emocional? Por Dios, nunca consentiría la falta de claridad.
Disfrutamos
ser mártires inocentes de la confusión omnipotente. Nos fascina estar apresados
e inmovilizados en la viscosidad de ese grave sentimiento de culpabilidad.
Somos víctimas de nosotros mismos, haciendo del sufrimiento, nuestra forma de vida.
¿Cuántos realmente aprendemos, aceptamos y curamos sin volver?
Son contados.
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