Terminal City. Roy Arden, 1999. |
Dispuesta a
proceder con esa hipocresía mediterránea y paranoica de cuya perversidad
conocía todos los secretos, me hallo frente a hojas llenas de palabras vacías.
Engañar a
otros es casi una virtud lacrimógena, pero ¿engañarme a mí? Es un acto ajeno a
mis hábitos. Es decir, he sucumbido a la desesperación literaria con oraciones
prolijas de insensata felicidad,
palabras excelsamente nobles, migajas de mi antiguo yo. Casi pude ver mi vida condenada al desastre.
No, no.
Soy una
auténtica loca, activa y perfeccionista, que arde en la dualidad de sensaciones
desordenadas, que abunda en impaciencia mal contenida, presa del frenesí que
ocultan mis palabras. Si Tristán Tzara,
André Breton, o el mismo Dalí vieran que lo que estaba muerto y carecía de
forma usurpara en mí las funciones de vida; si me vieran esclava vendida a mi
mal original… a lo superficial, a lo poco demencial, a la razón… Ni Dadá, ni en
sueños dionisiacos, me salvaría del naufragio en las alcantarillas existencialistas.
Iconoclasta,
burguesa, copia barata, nada eres, nada suscitas.
Se comete un
máximo número de pecados antes de caer. Puedo decir que mi sed de apariencias
se vio satisfecha y estimulada. Volveré a la búsqueda perpetua de del éxtasis
gustativo con la total ausencia de lo estético y lo moral, al embellecimiento
de lo demencial, al paroxismo amatorio del delirio… a mí.